Pensó, “Ah, tal vez…” y se levantó convencida de la silla. Hacerlo pareció despertar a sus piernas de un letargo del que no se habían percatado. Se sintió cansada de repente, aunque los gritos en el exterior parecían irse acercando al edificio. Un mareo momentáneo la hizo recostarse de nuevo y cerrar los ojos. Al abrirlos los fijó en la computadora y pudo sentirse tranquila, vacía, de nuevo. Los dedos se deslizaron automáticamente sobre el teclado y sus piernas se acomodaron al lado del pequeño bote de basura gris. En un movimiento rápido y fluido, casi natural, continuó editando el archivo para poderlo enviar pronto.
Un pequeño murmullo en algún punto irreconocible de su cráneo la hizo reaccionar. ¿No había algo extraño en los sonidos afuera de la oficina? ¿En el golpe seco que surgió de algún lugar del edificio, lejano pero presente? ¿No debería preguntarle a alguien más, no debería revisar…? Suspiró y volvió a cerrar los ojos. Había una urgencia doméstica, pero reconocible, en enviar pronto ese archivo. Más que nada. Más que nada en el mundo.
Y no obstante, los gritos. Era el sonido de un levantamiento, alguna revolución pequeña que saldría en las noticias de la siguiente mañana y después sería olvidada por todos, incluida ella. Ya deben estarlos dispersando. Con esa idea pudo abrir los ojos y mirar a su alrededor. El sonido sosegado de la turba, como una marea potente y lejana, parecía sofocarse al filtrarse a través de los ductos de ventilación y el clac clac clac de las computadoras. Como el sonido de la marea falsa en las conchas de mar, pensó. Alargó el cuello para espiar algunos de los rostros en la oficina y se preguntó si la marea no estaría solo dentro de ella. Nadie parecía percatarse de nada.
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